lunes, 27 de febrero de 2017
La prueba del maestro
Soy pobre y débil, dijo un día un maestro a sus discípulos,
pero vosotros sois jóvenes, y yo os enseño: es deber vuestro,
por lo tanto, conseguir el dinero que vuestro viejo maestro
necesita para vivir.
¿Cómo podemos hacer eso?- preguntaron los discípulos-.
Las gentes de esta ciudad son tan poco generosas que sería
inútil pedirles ayuda.
Hijos míos- contestó el maestro-, existe un modo de
conseguir dinero, no pidiéndolo, sino cogiéndolo. No sería
pecado para nosotros robar, pues merecemos más que otros el
dinero. Pero, ¡ay!, yo soy demasiado viejo y débil para
hacerlo.
Nosotros somos jóvenes- dijeron los discípulos- y podemos
hacerlo. No hay nada que no hiciéramos por vos, querido
maestro. Decidnos sólo cómo hacerlo y nosotros
obedeceremos.
Sois jóvenes- dijo el maestro- y es poca cosa para vosotros el
apoderaros de la bolsa de algún hombre rico. Así es cómo
debéis hacerlo: escoged algún lugar tranquilo donde nadie os
vea, y luego agarrad a un transeúnte y coger su dinero, pero
no lo lastiméis.
Vamos inmediatamente, dijeron los discípulos, excepto uno,
que había callado, con la mirada baja.
El maestro miró a ese joven discípulo y dijo:
-Mis otros discípulos son valientes y están deseosos de
ayudarme, pero a ti poco te preocupa el sufrimiento de tu
maestro.
-Perdonadme, maestro- contestó-, pero el plan que nos habéis
explicado me parece irrealizable; éste es el motivo de mi
silencio.
-¿Por qué es irrealizable?- preguntó el maestro.
-Porque no existe lugar alguno en el que no haya nadie que
nos vea- contestó el discípulo-; incluso cuando estoy solo mi
Yo me observa. Antes cogería una escudilla e iría a mendigar
que permitir que mi Yo me vea robar.
A estas palabras, el rostro del maestro se iluminó de gozo.
Estrechó al joven discípulo entre sus brazos y le dijo: Me
doy por dichoso si uno solo de mis discípulos ha
comprendido mis palabras .
Sus otros discípulos, viendo que su maestro había querido
ponerlos a prueba, bajaron la cabeza avergonzados.
Y desde aquel día, siempre que un pensamiento indigno les
venía a la mente, recordaban las palabras de su compañero:
Mi yo me ve.
Y así se convirtieron en grandes hombres, y todos ellos
vivieron felices por siempre jamás.
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